Cuando se decretó la pandemia lo que más llamó la atención
fue la premura con la que sanitaristas, comunicadores,
políticos, cientistas sociales y otros especialistas se
apuraron en anunciar el fin de una forma de vida y el
surgimiento de una nueva “normalidad”. Mucha urgencia
frente a un enemigo del que poco se sabía y que con el
correr de los días iba volviéndose bastante errático, a
veces selectivo y mortal, otras hasta inocuo. La
futurología ocupó un rol central en los análisis; los
detallados informes médicos-científicos también. Y por
supuesto, todo tipo de teoría sobre el origen del mal.
Demasiado apuro, decía, en decretar el fin de una época.
El mundo no necesita de un virus para cambiar
repentinamente. Basta con hacer una retrospectiva de las
formas anteriores a las famosas TIC y sus muchos derivados
para comprender que las transformaciones constantes y
radicales, abruptas por la celeridad de la tecnología, son
desde hace un rato la “nueva normalidad” de esta
hípermodernidad. Que no es otra cosa que la antigua
modernidad acelerada.
Si los dispositivos tecnológicos ya retacean la materia y
subvierten el tiempo, convirtiendo a la virtualidad en la
nueva presencia “real”, el virus, con sus modos y efectos
algo primitivos, sería casi un ancestro no deseado de
aquellos. Por otro lado, el desmadre económico y social
pos pandemia no será tanto a causa del covid19 sino de las
condiciones previas a él. Leer entonces a contracorriente:
no “apareció” el virus para desmantelar una supuesta
"normalidad" sino que el mundo lo produjo para
desmantelarse y volverse a inventar, en un mecanismo
incesante y generador de formas nuevas.
Por otro lado, el olvido del ser humano en esta
destrucción-construcción permanente no es tampoco
exclusivo de sistemas políticos que esencialmente lo dejan
de lado, como el capitalismo y el neoliberalismo, sino
también de las pretendidas progresías y seudorevoluciones
que merodeaban el planeta pre pandemia, que se inventan
enemigos para no modificar, esencialmente, las relaciones
de poder existentes. Como el feminismo, que llenó de
ajetreos y ruidos cada ciudad y país en la que se
territorializó con una por demás extraña complicidad
mundial, dilapidando tiempo, energías y recursos detrás
de entelequias y dioses de barro y dejando en claro,
pandemia mediante, que jamás se ocupó, de mujeres
realmente vulnerables.
Por derecha y por izquierda, el hombre fue objeto de
olvido, aunque hoy se rasguen las vestiduras y la buena
consciencia eleve la voz al cielo reclamando por más
justicia social frente al incómodo número de muertos. El
mundo no cambiará por una peste más que por otras
acciones, invenciones y destrucciones. Se reacomodarán las
piezas, los centros de poder, se incorporarán hábitos
distintos, como lo haría cualquier nuevo dispositivo
lanzado al mercado por Apple o algún desplome bursátil,
existirá cierto temor al principio y después, como
siempre, sobrevendrá el olvido. Del hombre y de la
tragedia de existir en una atmósfera que a pesar de
catástrofes y normativas lo seguirá dejando de lado o lo
borrará del planeta. O gracias a ellas. |