La producción del espacio urbano
Buenos Aires, una ciudad fragmentada

ZENDA LIENDIVIT

 

 
Foto: Villa 26, a orillas del Riachuelo. Puente Bosch, Buenos Aires
 

 
El presente ensayo fue publicado en el Informe Especial "Villas, asentamientos y sin techo", edición digital de Contratiempo, Octubre 2003
 

 
 

Las villas de emergencia surgen en la década del 30 como un malestar de la modernidad. De la mano de las crisis de las economías regionales, de los procesos de industrialización y de la falta de infraestructuras edilicias para contener los incrementos de población, se instalan en la fugacidad, en la espera de tiempos mejores. Y terminan consolidándose como una forma de producción del espacio urbano, una particular manera de ocupar el terreno, de generar conductas y modos de vida y de enfrentar al entorno, a la propia ciudad que las origina.

A lo largo de estos 70 años se han sucedido una serie de políticas tendientes a revertir el fundamento esencial que constituye a la villas: la precariedad asentada y organizada en un territorio usurpado. El concepto de radicación surge como una reacción a la violencia ejercida durante la última dictadura militar. Las nefastas imágenes de las topadoras de Cacciatore, avanzando sobre las casillas y las vidas de miles de pobladores de asentamientos porteños, fueron un motivo suficiente para que en 1984, con el retorno a la democracia, se desarrollara esta idea reparadora. La radicación consiste básicamente en la integración, tanto física como social, de la villa a la estructura urbana circundante, respetando las formas de sociabilidad de sus habitantes. Más tarde se le suma también la cuestión de la propiedad, apuntando a un cambio de status en la población: de ocupante ilegal a propietario legal a través de la adquisición escriturada de las viviendas. Continuidad del tejido urbano, integración física y social con los barrios vecinos, respeto por los modos de vida y propiedad del terreno son entonces los ejes en los que se asienta la radicación. Un proyecto que, por otro lado, marca un cambio de perspectiva en la relación villa-ciudad: de deshechos de la modernidad sujetos a eliminación, los asentamientos pasan a ser núcleos generadores de formas respetables sujetos a integración.

Sin embargo, los hechos y la extensión en el tiempo de este proceso de urbanización, con sus magros resultados, indicarían que hay, por lo menos, un grave problema de adecuación entre el discurso y la realidad. Se podrían encontrar las causas de los sucesivos fracasos en los males de siempre: el clientelismo político, la burocracia de los organismos estatales, las internas villeras, la inoperancia de los sectores intermedios, la administración de la pobreza de acuerdo a intereses creados, etc. O, si queremos pecar de inocentes, en la continua movilidad poblacional que obstaculizaría cualquier planificación (movilidad con dirección única, siempre en ascenso: en el 2000 se duplica la cantidad de habitantes de los asentamientos con relación a la década del 90). Pero esto sería confundir las enfermedades oportunistas con el problema de fondo. En todo caso, habría que reflexionar sobre la posibilidad real de una ciudad sin villas. O, dicho de otro modo, en las relaciones existentes entre la aparición y persistencia de una villa y la formación y desarrollo de una ciudad inserta en un determinado sistema de producción y distribución de las riquezas. A partir de allí, entonces, analizar hasta qué punto estos programas, tanto de radicación como de supresión violenta, más allá de los deseos y condenas, son acciones que en última instancia estarían atentando contra ese modelo de ciudad. Un modelo que se nutre de las diferencias, que precisa de ellas para sobrevivir, y no de las integraciones.

Una ciudad está constituida por llenos y vacíos, por presencias y ausencias, por memoria y también por olvidos. En una ciudad quedan atrapados los instantes pasados, las voces, las huellas de lo que fuimos y de lo que, muy a nuestro pesar, jamás llegaremos a ser. Toda ciudad es un organismo atravesado por infinitas tensiones, un invisible entretejido que relaciona de manera más o menos evidente cada elemento entre sí y con la totalidad. El impacto en un punto determinado, generado por una intervención urbana, se irradiará con diferentes niveles de intensidad al cuerpo en su conjunto. Y ese cuerpo reaccionará de acuerdo a si fue contemplado en el proyecto o fue dejado de lado. En otras palabras, cualquier intervención urbana se puede proyectar desde el fragmento o desde la totalidad, no importa si se trata de pavimentar una calle o de construir un barrio de viviendas, si se va a abrir un almacén en el sur o un shopping en el norte. Esto que parece una obviedad define, sin embargo, la atmósfera vital donde vamos a vivir. Define, en última instancia, nuestra manera de habitación, nuestros modos de relación con los otros, nuestra presencia y también nuestras ausencias.

Buenos Aires es una ciudad fragmentada. Proyectada siempre en tiempo presente, demoliendo en cada gesto el pasado, se constituye como una sucesión de espacios inconexos, resueltos en forma más o menos afortunada y librados a la suerte de sus propios intereses. Puerto Madero, Palermo Viejo y, en menor medida, el Abasto son ejemplos de este pensamiento fragmentario. El añorado río visto desde los ventanales más caros de la capital, con un nivel cero poblado de restaurantes de lujo y con aires de fábrica reciclada del primer mundo; la ilusión del soho propio y porteño, de pertenecer a una improbable vanguardia cultural, entre bares temáticos, negocios de arte y bohemia por demás lucrativa; y la explotación del siempre taquillero tango, con la mítica figura de Gardel, eterno anzuelo para turistas, fueron los ejes con los que se proyectaron, se publicitaron y se vendieron estos tres emprendimientos. Ejes que responden a los mitos y deseos colectivos de aquellos sectores muy bien calificados a la hora de retribuir inversiones y que, por lo tanto, son merecedores de un espacio propio, de un reducto impermeable (además de reforzar un circuito ya muy bien equipado y orientado siempre hacia el norte).

Hasta ahora no han prosperado los planes de radicación, no en la medida de lo esperado, debido a la ausencia de políticas que acompañen la integración de elementos poco redituables a las zonas productivas de la ciudad. Por otro lado, villas y countries crecen y se consolidan porque ambos constituyen las formas de apropiación y producción de espacios de aquellos sectores que, por un motivo u otro, se sienten excluidos. La imposibilidad de vivir con las normas y costumbres metropolitanas, ya sea por defecto o por exceso, ya sea por indigencia o por miedo, provoca que se generen polos que interactúan en la misma dirección pero con sentidos contrarios. A mayor número de pobres y mayor pobreza (o lo que es lo mismo: a mayor ocupación de la ciudad y mayor intensidad de la desigualdad), mayor éxodo hacia la seguridad de los espacios donde las diferencias tienden a limarse al máximo y, por supuesto, en sentido ascendente.

En un contexto de políticas parciales y destinadas siempre a los mismos sectores, intentar recuperar una trama urbana, interrumpida por un asentamiento precario, respetando a la vez sus modos sociales, es por lo menos una medida contradictoria. Radicar una villa no significa reemplazar las casillas por económicos monoblocks, abrir calles para comunicarla con el entorno inmediato, tender redes de servicios y brindar infraestructuras. Intervenir el sur, rehabilitar por ejemplo el cordón de pobreza que constituyen la villa 3 de Soldati, la 20 de Lugano, la 21-24 de Barracas, la 1-11-14 del Bajo Flores (por citar las más pobladas) implica repensar una serie de nuevas relaciones que se generarán con el entorno inmediato, con el centro financiero, con los barrios de la provincia ubicados enfrente, con el resto de la ciudad. Implica proyectar las herramientas necesarias para que esas relaciones sean enriquecedoras, para que el sector revitalizado se pueda articular con las zonas acomodadas y pueda nutrirse de ese desarrollo, tanto en lo económico como en lo cultural y social. O dicho de otra manera, implica vincular los grados de desarrollo para acortar las brechas existentes. Según datos de la Comisión Nacional de la Vivienda, sobre una población de más de 110.000 personas que habitan las villas, el 60% está desempleada; un 39% gana menos de 300 pesos y el total posee escasa o nula calificación laboral. ¿Qué tipo de integración puede lograrse con un contexto que genera semejante estado de precariedad? El tratamiento de terrenos degradados, contaminados e insalubres (el 95% de las villas está asentado sobre estas características), la recuperación de viviendas precarias y el abastecimiento de condiciones mínimas de habitabilidad, requerirán no sólo del apoyo de pobladores, líderes vecinales y entidades intermedias, del buen funcionamiento de los organismos estatales y de la erradicación del clientelismo político y otras formas de corrupción. Harán falta inversiones que garanticen que esos terrenos se tornarán salubres, que esas viviendas no se vendrán abajo en dos años y que esa infraestructura será mantenida con el ingreso de sus ocupantes, reinsertos en el mercado laboral a través de la producción de nuevos empleos. Harán falta políticas educativas, culturales, comunicacionales, sanitarias, que garanticen que ese núcleo incluido será sostenible en el tiempo y receptor de los impactos positivos que afecten al resto de la ciudad. Que será tenido en cuenta en el futuro desarrollo de ésta y que a la vez él mismo influirá en dicho desarrollo por ser un activo generador de propuestas. Lamentablemente, el contexto actual hace suponer que la urbanización de una villa no será más que la radicación de la pobreza en un determinado lugar geográfico, una legalización escriturada de la precariedad que, en todo caso, servirá para controlar su desarrollo y sobre todo su crecimiento. O, en el peor de los casos, el permiso legal para la realización de proyectos exclusivos, a costa de más estancamiento y mayor marginación de los sectores supuestamente radicados.

Ni oculta ni integrada o administrada la pobreza deja de ser pobreza, ni deja de producir sus propias formas para enfrentar ese mundo hostil que la genera. Sería muy valioso volver a proyectar Buenos Aires desde sus zonas vulnerables, dejar de pensar en los fragmentos redituables para abocarse al proyecto de un espacio vital, creativo y habitable para todos. Al proyecto de un cuerpo que siempre, para bien o para mal, reaccionará frente a la suerte de sus órganos.

 
 
 

ZENDA LIENDIVIT es Arquitecta, filósofa, investigadora independiente sobra la modernidad urbana, desde la filosofía, la arquitectura, la literatura y la estética. Ha publicado más de diez libros sobre el tema. Docente de la UNA, de la UBA y de centros privados. Colabora en diferentes medios digitales e impresos. Es directora de Revista Contratiempo desde el año 2000. Trabaja sobre Buenos Aires y otras ciudades argentinas, así como sobre las grandes metrópolis mundiales. Viaja continuamente a ellas desde hace más de 20 años. También ha escrito ficciones.

 

 

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