Las villas de emergencia surgen en la década del 30
como un malestar de la modernidad. De la mano de las
crisis de las economías regionales, de los procesos
de industrialización y de la falta de
infraestructuras edilicias para contener los
incrementos de población, se instalan en la
fugacidad, en la espera de tiempos mejores. Y
terminan consolidándose como una forma de producción
del espacio urbano, una particular manera de ocupar
el terreno, de generar conductas y modos de vida y
de enfrentar al entorno, a la propia ciudad que las
origina.
A lo largo de estos 70 años se han sucedido una
serie de políticas tendientes a revertir el
fundamento esencial que constituye a la villas: la
precariedad asentada y organizada en un territorio
usurpado. El concepto de radicación surge como una
reacción a la violencia ejercida durante la última
dictadura militar. Las nefastas imágenes de las
topadoras de Cacciatore, avanzando sobre las
casillas y las vidas de miles de pobladores de
asentamientos porteños, fueron un motivo suficiente
para que en 1984, con el retorno a la democracia, se
desarrollara esta idea reparadora. La radicación
consiste básicamente en la integración, tanto física
como social, de la villa a la estructura urbana
circundante, respetando las formas de sociabilidad
de sus habitantes. Más tarde se le suma también la
cuestión de la propiedad, apuntando a un cambio de
status en la población: de ocupante ilegal a
propietario legal a través de la adquisición
escriturada de las viviendas. Continuidad del tejido
urbano, integración física y social con los barrios
vecinos, respeto por los modos de vida y propiedad
del terreno son entonces los ejes en los que se
asienta la radicación. Un proyecto que, por otro
lado, marca un cambio de perspectiva en la relación
villa-ciudad: de deshechos de la modernidad sujetos
a eliminación, los asentamientos pasan a ser núcleos
generadores de formas respetables sujetos a
integración.
Sin embargo, los hechos y la extensión en el tiempo
de este proceso de urbanización, con sus magros
resultados, indicarían que hay, por lo menos, un
grave problema de adecuación entre el discurso y la
realidad. Se podrían encontrar las causas de los
sucesivos fracasos en los males de siempre: el
clientelismo político, la burocracia de los
organismos estatales, las internas villeras, la
inoperancia de los sectores intermedios, la
administración de la pobreza de acuerdo a intereses
creados, etc. O, si queremos pecar de inocentes, en
la continua movilidad poblacional que obstaculizaría
cualquier planificación (movilidad con dirección
única, siempre en ascenso: en el 2000 se duplica la
cantidad de habitantes de los asentamientos con
relación a la década del 90). Pero esto sería
confundir las enfermedades oportunistas con el
problema de fondo. En todo caso, habría que
reflexionar sobre la posibilidad real de una ciudad
sin villas. O, dicho de otro modo, en las relaciones
existentes entre la aparición y persistencia de una
villa y la formación y desarrollo de una ciudad
inserta en un determinado sistema de producción y
distribución de las riquezas. A partir de allí,
entonces, analizar hasta qué punto estos programas,
tanto de radicación como de supresión violenta, más
allá de los deseos y condenas, son acciones que en
última instancia estarían atentando contra ese
modelo de ciudad. Un modelo que se nutre de las
diferencias, que precisa de ellas para sobrevivir, y
no de las integraciones.
Una ciudad está constituida por llenos y vacíos, por
presencias y ausencias, por memoria y también por
olvidos. En una ciudad quedan atrapados los
instantes pasados, las voces, las huellas de lo que
fuimos y de lo que, muy a nuestro pesar, jamás
llegaremos a ser. Toda ciudad es un organismo
atravesado por infinitas tensiones, un invisible
entretejido que relaciona de manera más o menos
evidente cada elemento entre sí y con la totalidad.
El impacto en un punto determinado, generado por una
intervención urbana, se irradiará con diferentes
niveles de intensidad al cuerpo en su conjunto. Y
ese cuerpo reaccionará de acuerdo a si fue
contemplado en el proyecto o fue dejado de lado. En
otras palabras, cualquier intervención urbana se
puede proyectar desde el fragmento o desde la
totalidad, no importa si se trata de pavimentar una
calle o de construir un barrio de viviendas, si se
va a abrir un almacén en el sur o un shopping en el
norte. Esto que parece una obviedad define, sin
embargo, la atmósfera vital donde vamos a vivir.
Define, en última instancia, nuestra manera de
habitación, nuestros modos de relación con los
otros, nuestra presencia y también nuestras
ausencias.
Buenos Aires es una ciudad fragmentada. Proyectada
siempre en tiempo presente, demoliendo en cada gesto
el pasado, se constituye como una sucesión de
espacios inconexos, resueltos en forma más o menos
afortunada y librados a la suerte de sus propios
intereses. Puerto Madero, Palermo Viejo y, en menor
medida, el Abasto son ejemplos de este pensamiento
fragmentario. El añorado río visto desde los
ventanales más caros de la capital, con un nivel
cero poblado de restaurantes de lujo y con aires de
fábrica reciclada del primer mundo; la ilusión del soho propio
y porteño, de pertenecer a una improbable vanguardia
cultural, entre bares temáticos, negocios de arte y
bohemia por demás lucrativa; y la explotación del
siempre taquillero tango, con la mítica figura de
Gardel, eterno anzuelo para turistas, fueron los
ejes con los que se proyectaron, se publicitaron y
se vendieron estos tres emprendimientos. Ejes que
responden a los mitos y deseos colectivos de
aquellos sectores muy bien calificados a la hora de
retribuir inversiones y que, por lo tanto, son
merecedores de un espacio propio, de un reducto
impermeable (además de reforzar un circuito ya muy
bien equipado y orientado siempre hacia el norte).
Hasta ahora no han prosperado los planes de
radicación, no en la medida de lo esperado, debido a
la ausencia de políticas que acompañen la
integración de elementos poco redituables a las
zonas productivas de la ciudad. Por otro lado,
villas y countries crecen y se consolidan porque
ambos constituyen las formas de apropiación y
producción de espacios de aquellos sectores que, por
un motivo u otro, se sienten excluidos. La
imposibilidad de vivir con las normas y costumbres
metropolitanas, ya sea por defecto o por exceso, ya
sea por indigencia o por miedo, provoca que se
generen polos que interactúan en la misma dirección
pero con sentidos contrarios. A mayor número de
pobres y mayor pobreza (o lo que es lo mismo: a
mayor ocupación de la ciudad y mayor intensidad de
la desigualdad), mayor éxodo hacia la seguridad de
los espacios donde las diferencias tienden a limarse
al máximo y, por supuesto, en sentido ascendente.
En un contexto de políticas parciales y destinadas
siempre a los mismos sectores, intentar recuperar
una trama urbana, interrumpida por un asentamiento
precario, respetando a la vez sus modos sociales, es
por lo menos una medida contradictoria. Radicar una
villa no significa reemplazar las casillas por
económicos monoblocks, abrir calles para comunicarla
con el entorno inmediato, tender redes de servicios
y brindar infraestructuras. Intervenir el sur,
rehabilitar por ejemplo el cordón de pobreza que
constituyen la villa 3 de Soldati, la 20 de Lugano,
la 21-24 de Barracas, la 1-11-14 del Bajo Flores
(por citar las más pobladas) implica repensar una
serie de nuevas relaciones que se generarán con el
entorno inmediato, con el centro financiero, con los
barrios de la provincia ubicados enfrente, con el
resto de la ciudad. Implica proyectar las
herramientas necesarias para que esas relaciones
sean enriquecedoras, para que el sector revitalizado
se pueda articular con las zonas acomodadas y pueda
nutrirse de ese desarrollo, tanto en lo económico
como en lo cultural y social. O dicho de otra
manera, implica vincular los grados de desarrollo
para acortar las brechas existentes. Según datos de
la Comisión Nacional de la Vivienda, sobre una
población de más de 110.000 personas que habitan las
villas, el 60% está desempleada; un 39% gana menos
de 300 pesos y el total posee escasa o nula
calificación laboral. ¿Qué tipo de integración puede
lograrse con un contexto que genera semejante estado
de precariedad? El tratamiento de terrenos
degradados, contaminados e insalubres (el 95% de las
villas está asentado sobre estas características),
la recuperación de viviendas precarias y el
abastecimiento de condiciones mínimas de
habitabilidad, requerirán no sólo del apoyo de
pobladores, líderes vecinales y entidades
intermedias, del buen funcionamiento de los
organismos estatales y de la erradicación del
clientelismo político y otras formas de corrupción.
Harán falta inversiones que garanticen que esos
terrenos se tornarán salubres, que esas viviendas no
se vendrán abajo en dos años y que esa
infraestructura será mantenida con el ingreso de sus
ocupantes, reinsertos en el mercado laboral a través
de la producción de nuevos empleos. Harán falta
políticas educativas, culturales, comunicacionales,
sanitarias, que garanticen que ese núcleo incluido
será sostenible en el tiempo y receptor de los
impactos positivos que afecten al resto de la
ciudad. Que será tenido en cuenta en el futuro
desarrollo de ésta y que a la vez él mismo influirá
en dicho desarrollo por ser un activo generador de
propuestas. Lamentablemente, el contexto actual hace
suponer que la urbanización de una villa no será más
que la radicación de la pobreza en un determinado
lugar geográfico, una legalización escriturada de la
precariedad que, en todo caso, servirá para
controlar su desarrollo y sobre todo su crecimiento.
O, en el peor de los casos, el permiso legal para la
realización de proyectos exclusivos, a costa de más
estancamiento y mayor marginación de los sectores
supuestamente radicados.
Ni oculta ni integrada o administrada la pobreza
deja de ser pobreza, ni deja de producir sus propias
formas para enfrentar ese mundo hostil que la
genera. Sería muy valioso volver a proyectar Buenos
Aires desde sus zonas vulnerables, dejar de pensar
en los fragmentos redituables para abocarse al
proyecto de un espacio vital, creativo y habitable
para todos. Al proyecto de un cuerpo que siempre,
para bien o para mal, reaccionará frente a la suerte
de sus órganos. |