La transformación cultural de la sociedad
moderna se debe, sobre todo, al ascenso del
consumo masivo, o sea, a la difusión de los
que antaño eran considerados lujos a las
clases media y baja de la sociedad. En este
proceso, los lujos del pasado son
constantemente redefinidos como necesidades,
de modo que llega a parecer increíble que un
objeto ordinario pueda haber sido
considerado alguna vez fuera del alcance de
un hombre ordinario. Por ejemplo, a causa de
problemas de temperatura, homogeneidad y
transparencia, los grandes ventanales de
vidrio fueron antaño lujos costosos y raros.
Pero después de 1902, cuando el francés Fourcault creó
un medio industrial sencillo para fabricar
vidrios por extrusión, se convirtieron en
elementos comunes de los frentes de las
tiendas urbanas o las casas rurales, creando
nuevas posibilidades de exhibición y de
perspectivas.
El consumo masivo, que comenzó en el decenio
de 1920, fue posible por las revoluciones en
la tecnología, principalmente la aplicación
de la energía eléctrica a las tareas
domésticas (lavadoras, frigoríficos,
aspiradoras, etc.), y por tres invenciones
sociales: la producción masiva de una línea
de montaje, que hizo posible el automóvil
barato; el desarrollo del marketing,
que racionalizó el arte de identificar
diferentes tipos de grupos de compradores y
de estimular los apetitos del consumidor; y
la difusión de la compra a plazos, la cual,
más que cualquier otro mecanismo social,
quebró el viejo temor protestante a la
deuda.
Las revoluciones concomitantes en el
transporte y las comunicaciones pusieron las
bases para una sociedad nacional y el
comienzo de una cultura común. En conjunto,
el consumo masivo supuso la aceptación, en
la esfera decisiva del estilo de vida, de la
idea de cambio social y transformación
personal, y dio legitimidad a quienes
innovaban y abrían caminos, en la cultura
como en la producción.
El símbolo del consumo masivo -y el primer
ejemplo del modo en que la tecnología ha
revolucionado los hábitos sociales- es, por
supuesto, el automóvil. Frederick Lewis
Allen ha observado cuán difícil nos resulta
hoy percatarnos del grado en que las
comunidades estaban separadas y distantes
cuando dependían totalmente del ferrocarril
y los carretones para el transporte. Una
ciudad que no estuviera cerca de un
ferrocarril era realmente lejana. (...) Cada
pequeña ciudad, cada granja dependía
principalmente de sus propios recursos para
las diversiones y la compañía. Los
horizontes eran cerrados, y los individuos
vivían en medio de cosas y personas
familiares.
El automóvil barrió con muchas prohibiciones
de la sociedad cerrada de la pequeña ciudad.
Las amenazas represivas de la moral del
siglo XIX, como ha observado Andrew
Sinclair, reposaban en gran medida en la
imposibilidad de escapar del lugar y de las
consecuencias de la mala conducta. A
mediados de la década de 1920, como
observaron los Lynd en Middletown,
para los muchachos y las chicas no era nada
viajar 20 millas para ir a bailar a un
parador, a salvo de las miradas indiscretas
de los vecinos. El automóvil cerrado se
convirtió en el cabinet particulier de
la clase media, el lugar donde los jóvenes
audaces se desprendían de las inhibiciones
sexuales y rompían los viejos tabúes.
El segundo medio importante de cambio en la
sociedad cerrada de la pequeña ciudad fue el
cinematógrafo. Las películas son muchas
cosas -una ventana al mundo, un conjunto de
sueños disponibles, fantasía y proyección,
escapismo y omnipotencia- y su poder
emocional es enorme. El cine sirvió para
transformar la cultura, en primer término,
en su función de ventana abierta al mundo.
"El sexo es una de las cosas que Middletown ha
enseñado a temer durante largo tiempo",
señalaron los Lynd cuando
volvieron a visitar Middletown diez
años más tarde, y "sus
instituciones...operan para mantener el tema
fuera de la vista y fuera de la mente en la
medida de lo posible". Excepto en el cine,
al que los jóvenes acudían en cantidad.
Los adolescentes no sólo gozaban del cine,
sino que también era una escuela para ellos.
Imitaban a las estrellas de cine, repetían
bromas y gestos de las películas, aprendían
las sutilezas de la conducta entre los
sexos, y de este modo desarrollaban una
apariencia de sofisticación. Y en sus
esfuerzos por llevar a la práctica esta
sofisticación, por resolver sus
incertidumbres y perplejidades mediante una
confiada acción externa, el patrón "no era
tanto... la vidas de sus propios padres
cautelosos como...los otros mundos
alternativos que los rodeaban". Las
películas glorificaban el culto de la
juventud (las muchachas llevaban cabello
corto y faldas cortas), y a los hombres y
mujeres de edad media se les aconsejaba
"gozar de la vida mientras podían". Se
ejemplificaba la idea de "libertad" por la
legitimidad de la taberna clandestina y la
disposición a hablar sin trabas en reuniones
desenfrenadas. "La burla de la ética, de la
vieja 'bondad interior' de los héroes y
heroínas de película -escribe Lewis Jacobs-,
iba a la par del nuevo interés por las cosas
materiales".
El automóvil, el cine y la radio eran
creaciones tecnológicas, pero la propaganda,
la obsolescencia planificada y el crédito
son todas innovaciones sociológicas. David
M. Potter ha afirmado que es tan imposible
comprender a un escritor popular moderno sin
comprender la propaganda como lo sería
comprender a un trovador medieval sin
comprender el culto de la caballería o a un
miembro del movimiento del despertar
religioso sin comprender la religión
evangélica.
Lo extraordinario de la propaganda es su
carácter omnímodo. ¿Qué distingue a una gran
ciudad sino sus carteles luminosos? Al pasar
sobre ella en un avión, se ven, a través de
las refracciones del cielo nocturno, los
cúmulos de letreros rojos, anaranjados,
azules y blancos, titilando como pulidas
piedras preciosas. En los centros de las
grandes ciudades la gente se reúne en las
calles bajo las centelleantes luces de neón
para compartir la vibración de la multitud
apretujada. Si se piensa en el impacto
social de la propaganda, su consecuencia más
inmediata, aunque por lo común inadvertida,
ha sido transformar el centro de las
ciudades. Al rehacer la topografía física, y
al reemplazar a los viejos duomos,
los edificios municipales y las torres de
los palacios, la propaganda ha colocado una
"marca de hierro candente" en la cresta de
nuestra civilización. Es el signo de los
bienes materiales, el modelo de nuevos
estilos de vida, el heraldo de nuevos
valores. Como en la moda, la propaganda ha
exaltado la seducción. Un coche se convierte
en el signo de la "buena vida" bien vivida,
y el atractivo de la seducción se hace
general. Una economía de consumo, podría
decirse, halla su realidad en las
apariencias. Lo que se exhibe, lo que se
muestra, es un signo de logro. Medrar ya no
es cuestión de ascender en una escala
social, como lo fue en el pasado siglo XIX,
sino adoptar un estilo específico de vida
-club rural, ostentación, viajes, "hobbies"-
que lo distinguen a uno como miembro de una
comunidad de consumo.
En una sociedad compleja, de múltiples
grupos y socialmente móvil, la propaganda
también adquiere una serie de nuevas
funciones "mediadoras". Estados Unidos
probablemente fue la primera gran sociedad
de la historia que insertó el cambio
cultural en la sociedad, y muchos problemas
de status surgieron simplemente a causa de
la desconcertante rapidez de cambio. Las
principales instituciones sociales -la
familia, la iglesia, el sistema educacional-
se crearon para transmitir los hábitos
establecidos de la sociedad. Una sociedad en
rápido cambio inevitablemente engendra
confusión con respecto a los modos
apropiados de conducta, los gustos, la
vestimenta. Una persona socialmente móvil no
dispone de ninguna guía para adquirir nuevo
conocimiento sobre cómo vivir "mejor" que
antes, y así el cine, la televisión y la
propaganda se convierten en sus guías. A ese
respecto, la propaganda comienza a
desempeñar un papel más sutil en la
transformación de los hábitos que
estimulando meramente los deseos. La
propaganda de las revistas para mujeres, los
periódicos dedicados a la casa y el hogar, y
diarios sofisticados como el New Yorker enseñaban
a la gente cómo vestirse, decorar un hogar,
comprar los vinos adecuados, en síntesis,
los estilos de vida apropiados a los nuevos
status. Aunque al principio los cambios
afectaron principalmente a las maneras, los
vestidos, los gustos y los hábitos de
alimentación, tarde o temprano comenzaron a
influir en asuntos más importantes: la
estructura de la autoridad en la familia, el
rol de los niños y los adultos jóvenes como
consumidores independientes en la sociedad,
las normas éticas y los diferentes
significados del logro en la sociedad.
Todo esto se realizó adaptando la sociedad
al cambio y a la aceptación del cambio
cultural, una vez que el consumo masivo y un
elevado nivel de vida fueron contemplados
como el fin legítimo de la organización
económica. Vender se convirtió en la más
descollante actividad de la Norteamérica
contemporánea. Contra la frugalidad, la
venta exaltaba la prodigalidad; contra el
ascetismo, la pompa dispendiosa.
Nada de esto hubiera sido posible sin esa
revolución en los hábitos morales que fue la
idea de la venta a crédito. Aunque había
sido practicada intermitentemente en los
Estados Unidos antes de la Primera Guerra
Mundial, la venta a crédito tenía dos
estigmas. Primero, la mayor parte de las
ventas a crédito se efectuaban a los pobres,
quienes no se podían permitir mayores
gastos; pagaban semanalmente a un buhonero,
que les vendía los artículos y hacía, al
mismo tiempo, el cobro semanal. Así la venta
a crédito era un signo de inestabilidad
financiera. Segundo, la venta a crédito
significaba, para la clase media, contraer
deudas, y esto era malo y peligroso. Como
diría Micawber,
era signo de que se vivía por encima de los
propios medios, y el resultado debía ser la
pobreza. Ser moral significaba ser laborioso
y ahorrativo. Si se deseaba comprar algo,
era necesario ahorrar para ello. La artimaña
de la venta a plazos fue evitar la palabra
"deuda" y destacar la palabra "crédito". Los
pagos mensuales debían ser enviados por
correo, con lo cual se manejaban las
transacciones a la manera comercial.
El ahorro -o la abstinencia- es el núcleo de
la ética protestante. Con la idea de Adam
Smith de parsimonia, o frugalidad, y la de
Nassau Senior de
abstinencia, se estableció firmemente que el
ahorro multiplica los productos futuros y
obtiene su propia recompensa por el interés.
El desenlace fue el cambio en los hábitos
bancarios. Durante años, tal era el espectro
de la moralidad de la clase media que la
gente temía los giros en descubierto por
miedo al rechazo de los cheques. A fines de
la década de 1960, los bancos hicieron una
gran propaganda de los servicios de reservas
en efectivo que permitían a un
cuentapropista girar en descubierto hasta
varios miles de dólares (que debían ser
devueltos en pagos mensuales). No era
necesario disuadir a nadie de dar rienda
suelta a su impulso en una subasta o venta.
La seducción del consumidor se hizo total.
Van Wyck Brooks
observó una vez, con respecto a la moralidad
en los países católicos, que, mientras se
mantengan las virtudes celestiales, la
conducta mundana puede variar a voluntad. En
Norteamérica, las viejas virtudes
celestiales protestantes han desaparecido en
gran medida, y las recompensas mundanas han
comenzado a desmandarse. El esquema
valorativo básico norteamericano exaltaba la
virtud de la realización, definida como el
hacer y el llevar a cabo, y el carácter de
un hombre debía mostrarse en la calidad de
su obra. En el decenio de 1950, subsistió la
norma de la realización, pero había sido
redefinida de modo que destacaba el status y
el gusto. La cultura ya no se ocupaba de
cómo trabajar y realizar, sino de cómo
gastar y gozar. A pesar de cierta
permanencia en el uso del lenguaje de la
ética protestante, el hecho era que, por la
década de 1950, la cultura norteamericana se
había hecho primariamente hedonista,
interesada en el juego, la diversión, la
ostentación y el placer, y todo ello
-típicamente de Norteamérica- de una manera
compulsiva.
El mundo del hedonismo es el mundo de la
moda, la fotografía, la propaganda, la
televisión y los viajes. Es un mundo de
simulación en el que se vive para las
expectativas, para lo que vendrá más que
para lo que es. Y debe venir sin esfuerzo.
No es casual que la nueva revista exitosa de
la década anterior se titulase Playboy y
que su éxito -una circulación de 6 millones
en 1970- se debiera en gran medida al hecho
de que estimulara las fantasías de proezas
sexuales masculinas. Si el sexo es, como
escribió Max Lerner, la última frontera de
la vida norteamericana, entonces el motivo
de la realización en una sociedad exitista
halla su culminación en el sexo. En los
decenios de 1950 y 1960, el culto del
orgasmo sucedió al culto de la riqueza como
pasión básica de la vida norteamericana.
Nada sintetiza mejor el hedonismo de los
Estados Unidos que el Estado de California.
Un relato publicado en Time y
titulado "California: un Estado de
excitación" comenzaba así:
California es prácticamente una nación en sí
misma, pero presenta una extraña esperanza,
una sensación de excitación -y de cierto
terror- para los norteamericanos. Tal como
la ven la mayoría de ellos, California
representa la apacible, impía y gregaria
prosecución del placer. Los ciudadanos de la
tierra del loto parecen estar siempre
recostados junto a piscinas, friendo al sol,
paseando por las sierras, retozando desnudos
en las playas, más hermosos cada año,
arrancando el dinero de los árboles,
jugueteando despreocupadamente,
vagabundeando por los pinares y -cuando se
detienen a tomar aliento- componiéndose
frente a la cámara fotográfica, ante el
resto de un modo envidioso. He visto el
futuro, y funciona, dice el visitante que
acaba de retornar de California.
La moralidad de la diversión, en
consecuencia, reemplaza a la "moralidad de
la bondad", que exaltaba el freno a los
impulsos. No divertirse es un motivo para el
autoexamen: "¿qué será lo que me pasa?".
Como observa el Dr. Wolfenstein:
"Mientras que antaño la gratificación de los
impulsos prohibidos despertaba sentimientos
de culpa, ahora el no lograr divertirse
disminuye la propia estima"
La moral de la diversión, en la mayoría de
los casos, se centra en el sexo. Y aquí la
seducción del consumidor se ha hecho casi
total. El ejemplo más revelador, creo, fue
una propaganda a doble página publicada por
la Eastern Airlines en
el New
York Times,
en 1973, y que decía: "Tómese las vacaciones
de Bob y Carol, Ted y Alice, y Phil y Anne".
El estridente tema era una caricatura de Bob
y Carol, Ted y Alice,
una risueña película sobre los torpes
intentos de dos parejas amigas por practicar
el intercambio de mujeres. Y la Eastern Airlines decía,
en efecto: "Le llevamos volando hasta el
Caribe. Le alquilamos una cabaña. Vuele,
pague después". La compañía no le dice
cuánto paga usted, pero puede usted
postergar el asunto del dinero (y olvidar la
culpa) y tomarse las vacaciones de Bob y
Carol, Ted y alice,
y (para mayor emoción, se agrega otra
pareja) Phil y Anne.
Compárese esto con las trece virtudes útiles
de Franklin, que incluían la templanza, la
frugalidad, la tranquilidad y la castidad. A
principios de siglo, una iglesia del Midwest podía
tener una propiedad en la que estaba ubicado
un burdel. Y al menos se podía decir
entonces: "perdemos cuerpos pero ganamos
dinero para salvar almas". Hoy, cuando se
venden cuerpos, ya no se salvan también
almas.
Lo que este abandono del puritanismo y el
protestantismo consigue,
desde luego, es dejar al capitalismo sin
ninguna moral o ética trascendente. Y no
solo pone de relieve la separación de las
normas de la cultura y las normas de la
estructura social, sino también una
extraordinaria contradicción dentro de la
estructura social misma. Por un lado, la
corporación de negocios quiere un individuo
que trabaje duramente, siga una carrera,
acepte una gratificación postergada, es
decir, que sea, en el sentido tosco, un
hombre de la organización. Sin embargo, en
sus productos y su propaganda, la
corporación promueve el placer, el goce del
momento, la despreocupación y el dejarse
estar. Se debe ser "recto" de día y un
"juerguista" de noche. ¡Esta es la autorealización! |