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El pensamiento fronterizo

Zenda Liendivit

 

 


 

La frontera no es aquello en lo que termina algo, sino, como sabían ya los griegos, aquello a partir de donde algo “comienza a ser lo que es” (comienza su esencia). MARTIN HEIDEGGER

 

¿Cuál es el verdadero peligro de las fronteras? ¿Lo marginal, la falta de rigor o la certeza de que allí se termina cualquier certeza? El mayor conflicto radica en la pérdida de control. Por eso, paradójicamente, suelen ser las zonas más controladas, más demonizadas y también, por qué no, las más temidas.

 

En toda frontera lo que parece entrar en crisis es la cuestión del poder. Una determinada forma de ejercicio del poder. Una zona ambigua y contaminada donde los límites resultan difusos. Esta contaminación atenta contra las estructuras sobre las que se organiza cada territorio y pone en evidencia la arbitrariedad de aquellos límites. Es decir, crisis de los dispositivos de control que constituyen las representaciones formuladas como ordenadoras de una forma de vida. Así sean tangibles o intangibles, se refieran a territorios geográficos, a la lengua o al propio cuerpo, la frontera siempre está empujando lo aceptado hacia el delirio, como diría Barthes, hacia un fuera de sí que posibilite no solo la crítica de lo existente sino aperturas a nuevas formas, por lo general, liberadas de aquellos mecanismos de control.

 

Las invasiones modernas están asentadas en poderes que se enseñorean sobre territorios ajenos, generando nuevas estrategias de dominación y dependencia. Son mandatos emitidos por voceros privilegiados que deben ser acatados, nunca solidarizados. Y a la vez, la penetración comunicacional, financiera o mercantil, tiene como consecuencia indeseada la migración de lo residual que ella misma genera. La zona fronteriza actúa entonces como productora y administradora de lo legal y de lo clandestino así como de los modos de comunicación entre ambos; de los intercambios, los préstamos y de los efectos que producen sobre los territorios. Así sean los léxicos importados de los inmigrantes italianos de entre siglos, donde la oralidad porteña se mixtura y se extraña a sí misma (y puede engendrar el sainete y el grotesco pero también anidar ideas libertarias y organizaciones obreras); o la mercadería que circula de un lado a otro con dudosas credenciales de autenticidad y modos de distribución alternativos. Si en este caso están en peligro los mercados nativos, o lo que a priori se ha definido como industria nacional, en el otro, la lengua que habla y se piensa en forma colectiva es acorralada hacia sus bordes por un vocabulario y sobre todo, una sintaxis diferente que la pondrá en riesgo de disolución.

 

Bajo el protector concepto de Nación se estructura entonces un complejo sistema de vigilancia, control y permanencia: lo que se resguardan son formas conocidas, heredadas, generadas y sostenidas por determinados grupos, aquellos que poseen la voz para configurar la historia, los modos, las tradiciones, la memoria. La contaminación, la mezcla, lo informe, surgen siempre como peligros latentes que serán enfrentados a través de dispositivos donde las instituciones culturales cumplen un rol determinante. Esas instituciones que, según Martínez Estrada, son simétricas a las instituciones políticas, se convierten en garantes y vigías. Son ellas las que actuarán contra toda lengua que se emancipe de la legitimidad y permita decir lo que la voz oficial calla; contra el pensamiento rupturista que descree de continuidades y de árboles genealógicos convenientemente alumbrados como representaciones de una historia colectiva, y sobre todo, de una historia delimitada por distancias mensurables. Contra la actitud fronteriza en lo que ésta tiene de revulsiva y cuestionadora. Incluso, cuando la cultura institucionalizada intenta incorporar a eso otro, lo hace de la misma forma en que rescata a aquél que en su época fue incómodo o maldecido. Lo oficializa, con toda la carga desinfectante que conlleva.

 

Pero, por otro lado, ni intelectuales, artistas, maestros, escritores o funcionarios que pertenecen al entramado de lo que cada época llama cultura oficial, y sus alrededores, tienen los medios para afrontar la diferencia. Fueron educados para la preservación y no para la dimensión crítica que los haría volver contra sus propias fundaciones (de allí el aburrimiento que suelen provocar las producciones canonizadas: predecibles, se mueven siempre con un libreto pautado, una terminología acotada y bendecida por pares y una feroz resistencia a cualquier préstamo o contaminación).

 

El pensamiento fronterizo, sin embargo, no es opcional sino visceral, surge siempre de una incomodidad vital, es literalmente ineludible. En la frontera es el propio cuerpo el que entra en juego y en riesgo subvirtiendo los conceptos de salud y enfermedad para instalarse en un sitio de enunciación inesperado. Por eso, cuando se lo adopta, se torna paródico, una pose que engendra malditos satisfechos, provocadores de cotillón y decadentes a sueldo que ratifican y son aplaudidos por el mismo estado de cosas al que supuestamente enfrentan. Cuando Roberto Arlt devela que la tradición nacional es inventar ficciones y hacerlas circular con criterios de verdad y que el verdadero poder está en quién posee la voz para enunciarlas, más que en ellas mismas, está quebrando las fronteras entre realidad y ficción. O desbaratando los bordes de la historia. Y no se aleja tampoco de Borges cuando éste sentencia lo ya sentenciado por sus antecesores, que la tradición argentina es leer mal lo que viene de afuera. Y que para ello es necesario descentrarse, inventar los suburbios. Ese espacio que confiere la impunidad de tomar prestado lo ajeno (sea Shakespeare, Joyce o lo gauchesco), interpretarlo y mal interpretarlo, contrabandearlo y hacerlo circular acorde a las nuevas coordenadas, es el mismo, sin embargo, que terminará convertido en central, canónico y, claro está, susceptible de ser enseñado.

 

Por eso, el pensamiento fronterizo es puro presente, no hay forma alguna de desactivar en su actualidad el conflicto que él plantea. Toda operación purificadora, para ser efectiva, tendrá que tener al tiempo de su lado. La frontera es el espacio de la tensión y la suspensión, el que evita la forma final y el fin mismo; como en Kafka y sus animales, que renuncian a la forma humana, es el lugar de la transformación y del olvido. Olvidar para fundar, con los restos, las ruinas y los rumores, nuevas formas. La frontera es el confín de las posibilidades y a la vez, el inicio.

 
 
 

 

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