"Oíamos el silbido de las balas y nos quedábamos con la tía encerradas en casa, muertas de miedo”, me contaba mamá sobre aquella época. Ella rondaba los diez años; papá militaba en las filas del Movimiento Febrerista. Con la derrota del 47 en la guerra civil contra Morínigo, vino la cárcel, el exilio en Córdoba, el retorno, el ostracismo. El silencio en el que caería toda la intelectualidad desencantada y que presagiaba otro, mortal y eterno, que se avecinaba. La tierra es de quien la trabaja, decía Stroessner y se abrazaba al campesinado que lo amaba. Era el líder, el hombre fuerte, el que venía a poner orden a ese Paraguay que dilapidaba sangre, presidentes y exiliados brillantes, con la prestigiosa reforma agraria a cuestas. Fue la figura de nuestra infancia y adolescencia: omnipresente, estaba hasta cuando no se hablaba de él. Cosa muy frecuente, porque en realidad casi nadie hablaba de él, a lo sumo se murmuraba en voz baja, en un diálogo infractor que se sabía culpable y condenado de antemano; estaba en los retratos de los establecimientos públicos, en los diarios, en el único canal de televisión que repetía una y otra vez su obra de gobierno. Sólo el Mariscal López le hacía competencia, pero no había conflicto: uno pertenecía al pasado heroico, a la mitología que había fundado un presente deudor y que exigía a la vez un hombre, el otro, que la actualizara, un último héroe que clausurara el olimpo, detuviera la historia y arrojara bien lejos las llaves del porvenir. A las siete de la tarde se transmitía en cadena un programa radial que se llamaba La Voz del Coloradismo. “Por un Paraguay grande, próspero y feliz … por la vigencia de la paz, la democracia y la justicia social… contra el comunismo ateo, apátrida y sanguinario que busca la división de las familias paraguayas…” decía siempre la misma voz, al empezar y al terminar el programa, a manera de un ritual que exigía la comunión con el oyente a través de la repetición exacta. Duraba media hora y nosotros, que éramos niños, nos reíamos del tono ceremonioso, medio fastidiado, prepotente, y por aquello de apátrida y sanguinario que más parecían adjetivos para los villanos de los comics que leíamos que para personas de la vida real. “Porque el comunismo llegó”, cantaban a los gritos mis compañeros de colegio, los más revoltosos, a la salida de la misa, usando el mismo ritmo de una canción que debíamos entonar en la liturgia, que decía algo así como: “hoy la alegría inunda a los hombres, porque Jesucristo llegó”. Las hermanas (nosotros no le decíamos monjas) miraban para otro lado, indiferentes a aquel nonato de herejía y a esa palabra temida, prohibida hasta el hartazgo y anulada de cualquier vocabulario. Era una orden franciscana con base en Alemania. Destilaba progresismo en los detalles ante la imposibilidad de practicarlo en otras escalas. Trepadas a las mesas del aula, a veces con túnicas imaginarias, nuestras profesoras de Filosofía y de Literatura representaban pasajes de las obras que imponía el programa y que a nosotros nos sumían en el letargo. Pero si bien ni Calderón ni Platón nos interesaban entonces, algo en esa puesta en escena nos alertaba sobre la consistencia de una realidad que se jactaba de absoluta y sobre todo, de irreversible; la de inglés entretanto nos leía a Poe en ese idioma, y el de música intentaba que algo nos pasara cuando escuchábamos a Beethoven o a Mozart. Sacudía la cabeza y las manos ante cada compás y parecía que la Sinfonía del Destino y la 40 lo transportaban quién sabe a dónde, y entonces esa pasión reflejada en el cuerpo lograba conmovernos más que las obras monumentales. El colegio, aunque joven, ganaba prestigio rápidamente frente a otras instituciones religiosas anquilosadas en el dogma. Jamás exigía la confesión, la comunión, ni siquiera la asistencia a misa: mientras en algún momento experimentáramos arrepentimiento, estaríamos salvados. Pero ni cielo ni infierno estaban demasiado definidos, ni siquiera las condiciones de aquella salvación o, en su defecto, de una más probable condena. Teníamos una hora de religión por semana, que en realidad era de teología. Se extraía un pasaje de la Biblia, y la profesora, poco popular por cierto, nos interrogaba sobre el texto. No había versiones definitivas y entre nuestros bostezos y contestaciones para salir al paso, se iban los 45 minutos. La institución practicaba la austeridad franciscana a rajatabla. Nada le molestaba tanto como la ostentación y combatirla adquiría a veces las formas de una cruzada. Como resultado, uno podía tener de compañero de banco al hijo del más encumbrado poder político nacional, de un embajador brasilero o norteamericano o de algún miembro de la oligarquía rural, y no sentir diferencia alguna. Todo quedaba puertas afuera. El rechazo era sutil, imperceptible, ostentar era convertirse en un paria, y tal vez, como pocas veces, Dirección y alumnado se ponían de acuerdo en esa efímera e ilusoria existencia sin clases. “¡Miren al costado!, ¡miren al costado cuando pasen frente al Presidente!”, nos gritaba la profesora de gimnasia en los desfiles que cada 14 de mayo y 15 de agosto llenaba de estudiantes la calle Palma, y nosotros, erguidos como militares, serios como si nos dirigiéramos al patíbulo, mirábamos al costado opuesto del palco y cuándo no, estallábamos en risas. Pero allí estaba Stroessner, con su eterna cara de bonachón, de hombre de campo –había nacido en Paraguarì, al igual que mi abuela-, paternal, amaba esas demostraciones que le profesaba su pueblo y daba toda la impresión que estaba convencido de que él había vuelto a fundar Asunción y a independizar al Paraguay. Envuelto entre las bolsas del supermercado, papá traía a casa el periódico del Partido Febrerista, y nosotros leíamos, no lo comentábamos, no se hablaba, pero lo leíamos. “Los gritos de los detenidos inundan las noches asuncenas, desde el Departamento de Investigaciones”, decía el periódico que vaya a saber cómo circulaba por Asunción a mediados de los setenta. Y leíamos de torturas y torturados, de campesinos asesinados, esos con los que Stroessner se abrazaba para las fotos, y que sí, lo amaban porque era el líder, aunque ya no prometía tierras y la reforma agraria era cosa de los apátridas y sanguinarios que atestaban las cárceles. Se pueden escuchar los gritos, decía el periódico, y nosotros, que ya no éramos niños, pasábamos las noches en nuestras camas, pensando en los alaridos que retumbaban en las calles desiertas del centro de Asunción, en las calles desiertas de todo el Paraguay a la noche, porque siempre, desde que teníamos memoria, había habido estado de sitio. Y nos acordábamos de las balas que escuchaba mamá 30 años atrás y por un instante nos sentíamos clandestinos, como esa prensa que se infiltraba en las casas a hurtadillas, envuelta en bolsas de supermercado, o como la juventud de papá.
El presente fragmento forma parte de la autobiografía de Zenda Liendivit (libro en construcción)
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