Las
construcciones materiales y las construcciones
simbólicas que conforman la ciudad moderna se potencian y
generan, recíprocamente, en el
concepto de progreso científico. La superación
constante e ininterrumpida, posibilitada por los adelantos
tecnológicos, será la razón, la política, la ética y la
estética de la modernidad. Época que aspirará siempre a un
tiempo que no es el presente, incluso a costa de
este, del que poco se sabe y en el que se depositarán
tanto el capital material como el espiritual de una
sociedad. El territorio acotado y bien delimitado; la alta
densidad; el crecimiento vertical en detrimento de la
horizontalidad clásica; las
actividades comerciales y financieras como sistema
neurálgico de la vida urbana; el imperativo cultural; las
nuevas formas de sociabilización y los sólidos mecanismos de
control y vigilancia de los cuerpos, son algunas de las
premisas fundacionales de la metrópolis. Pero como lo
comprobó dolorosamente Le Corbusier, ya casi a mediados
del XX cuando había que refundar Europa, nada que
involucre al hombre y sus pasiones puede decidirse
exclusivamente en el diseño, atendiendo solo las
cuestiones puramente objetivas. Mucho menos, pensarse como
fórmula matemática, emparentada como nunca a la utopía
maquinista, que evitaría revoluciones, una función
inversamente proporcional donde a mayor eficacia del
trazado, menor deseo de protestas y barricadas. La puesta
en acto de cualquier proyecto arquitectónico o urbano
siempre necesita sortear el último escollo, que no es otro
que la vida misma.
La ciudad moderna es tanto objeto artístico como
experiencia estética. Creadora por antonomasia de formas,
nada se transforma, se construye y destruye con tanta
velocidad, recursos y capacidad ingresiva en la vida
cotidiana como la metrópolis. Jonathan Raban, citado por David Harvey, advierte que esa extrema
plasticidad de la ciudad, en correspondencia con la
plasticidad de la personalidad, podría derivar pesadillesca
si el habitante no logra otorgarle una forma y un sentido
a la informidad fascinante y monstruosa de la vida urbana
moderna.
Si estamos
radiografiando muy someramente al espacio urbano de fines
del XIX y buena parte del XX,
la primera duda que se nos presenta es si con la irrupción
de la virtualidad no coexistirían dos ciudades, ya no como
aquellos sedimentos de ciudades anteriores que perviven en
la nueva y que pueden acontecer de golpe, como las Buenos
Aires de Martínez Estrada, sino como simultaneidad de
tramas esencialmente diferentes y cuya
confluencia podría hacerlas, en algún momento, entrar en
conflicto.
Kevin Lynch,
siguiendo a Simmel, diferencia los conceptos de espacio
urbano y ambiente urbano: le adjudica al primero la
mensurabilidad y la posibilidad de ser proyectado; al otro,
la intensidad, que se lleva a cabo por la interacción de
realidad física y realidad psicológica, lo que lo hace
esquivo a esos registros que, unas décadas después,
constituirían el citado fracaso del Movimiento Moderno.
La atmósfera urbana configura un tiempo no lineal,
fragmentario, episódico e inestable. Está fuertemente
condicionada por las materialidades pero también por las
líneas de fuga, las apropiaciones, usos, fisuras, así como
por la historia y los acontecimientos, tanto personales
como colectivos, aunque también
escape de ellos. La experiencia de acceder a una ciudad
por primera vez pone en evidencia, tal vez con una
contundencia inusual en otras experiencias, esta
percepción de su atmósfera, desligada de la habitualidad y
la rutina (por lo que Benjamin recomienda ingresar a una ciudad nueva por sus diferentes puntos
cardinales). De acuerdo a las condiciones de dicha
experiencia, la ciudad operará en la voluntad, en el
recuerdo y hasta en el cuerpo, de una determinada manera
mucho más allá de sus condiciones materiales. Esto que
parece elemental (percepción, recepción íntima no
transferible ni mensurable, escucha de lo no tangible,
apropiación transitoria) sirve para comprender hasta qué
punto, como decía Simmel citando a Kant en el caso de las
ciudades eternas, la ciudad necesita de la puesta en juego
de su visitante (o habitante) para recién después actuar
sobre él. Caso contrario, mostrará muy pronto su
“ineficacia” como engranaje del sistema; será no
aprehendida por el visitante y abandonada por el
habitante. Aunque después, de esos despojos a veces
surjan, metrópolis al fin, nuevos usos y nuevos
significados (de estos fracasos reconfigurados y re
apropiados está bien
documentado el Movimiento Moderno).
El otro ejemplo,
quizás menos evidente, son las redes que diseña el
habitante cuando la ciudad es el espacio de residencia
habitual. O, como decía Raban, la forma necesaria para no
caer en la pesadilla o la locura. Esas redes de
significación son a la vez las que fijan al individuo y lo
vuelven objeto de control, localizable y a la vez,
enseñable para que él mismo pueda reproducir las formas
urbanas que le imprimen al sistema su identidad propia y,
por supuesto, aquella eficacia. Esas coordenadas
geográficas en un determinado territorio físico no tienen
razón de ser sin ese punto que se desplaza completándolos
y a la vez produciendo nuevos recorridos en un sistema
incesante pero limitado.
Un redimensionamiento de lo
expresado anteriormente lo constituye la arquitectura
virtual dada por las nuevas tecnologías, donde las redes
sociales son apenas una parte del engranaje.
Redimensionamiento, porque a diferencia de la ciudad real
en el mundo virtual las coordenadas serán inciertas o
prescindentes (más allá de los IP, las aplicaciones para
detectar ubicación geográfica, los servidores, artefactos
y demás materiales de soporte), potenciando en cambio los
recorridos mentales y por lo tanto, individuales (no
masificados o socializados) del
usuario. Lo que los vuelve, contrariamente al lugar común,
difícilmente controlables.
En una comparación arriesgada,
el mundo virtual sería como el universo que fluye y se
expande constantemente en el vacío. No hay geografía
física ni mensurabilidad alguna sino intensidades que
funcionan motorizadas por el deseo que urge la acción y la
producción de formas, contenidos, conductas, que a la
vez generarán efectos sobre el mundo real. Mientras que en
la ciudad física los conceptos de pertenencia y
territorio están perfectamente acotados e
individualizados, se conocen sus zonas de vecindad, sus
influencias, sus transformaciones y sus impactos, sus
préstamos así como sus mecanismos de exclusión e inclusión
definidos por el trazado de aquellas redes, en la ciudad
virtual es la imaginación sin ataduras materiales la encargada de significar,
acotar y aquietar el espacio que fluye. El control aquí ya
no se realiza sobre los cuerpos sino sobre estos
ensanchamientos del yo y sus posibilidades.
A la política
del desencanto de la vida real, esto es, el estado de
insatisfacción en el que está sumido el hombre moderno
frente al fracaso de aquella utopía científica y a la vez, como
estrategia de fuga hacia delante, como consumo y a la vez
consumidor, se le opone este re encantamiento del mundo a
través de la virtualidad. Juventud eterna, reconfiguración
del propio cuerpo o retaceo del mismo, detención del
tiempo, supresión de distancias, indiferencia del
contexto, físico e histórico, multiplicidad,
simultaneidad, polifonía, hasta visos de eternidad, son
las premisas que hegemonizan la atmósfera como una suerte
de utopía por fin realizada que aspiran a llegar al centro
neurálgico de cada punto que motoriza este espacio fluido.
A esta altura, ya resulta un poco ingenuo pensar que el
objetivo final de estas tramas sea el rédito económico y
la recopilación de datos con fines de vigilancia y
control. En todo caso, ambos conforman estrategias para
llegar al núcleo peligroso, que no es otro que el universo
mental del usuario. (El ¿En qué estás
pensando?, con el que nos recibe FB todos los días no es
solo una señal de cordialidad de la red social).
Esta correspondencia del mundo virtual con el real, la
imaginación y el pensamiento que entablan circuitos de
acción y vecindad y las redes del mundo material, no
parecería tener al control como objetivo final. La falacia
de esta afirmación se comprueba aplicándola en la ciudad
real: nunca fue el fin último sino un medio para
posibilitar la producción y reproducción de un sistema,
capitalista, financiero, e impedir sus eventos
disruptivos. Por lo que resulta más creativo pensar que
esa ciudad virtual fue fundada también como una
homologación de las posibilidades estéticas de la ciudad
real. O mejor dicho, de los usos de la estética como forma
de pedagogía para aquel proceso de producción y
reproducción del sistema. La ciudad virtual, despojada de
las limitaciones de la materialidad, de las valoraciones
del mundo real, incluso de legislaciones y hegemonías,
se convierte ella misma en materia de extrema plasticidad, modificable,
transformable e ingresiva que modela a la vez a sus
usuarios pero sin los límites marcados por la existencia
física.
Entonces, la mirada sobre la tecnología como
mecanismo de control, de domesticación o de alienación podría develar su verdadera función, que
es la de minimizar el proceso de transformación esencial
del hábitat que exigirá nuevas legislaciones, nuevas
jerarquías y nuevas valoraciones pero principalmente,
nuevas formas de ser y de estar que lejos de enfrentarse
al mundo real, entabla con él correspondencias impensadas
(y no solo las obvias).
En lugar de mudarnos a Marte por
agotamiento terrestre, es la virtualidad la que está
abriendo sus puertas para que este paso se diera en un
futuro que cada vez parece menos de ciencia ficción. Es el
ser humano, entonces, el que se constituiría en frontera
entre ambos mundos, con una corporalidad con la que
todavía no sabe muy bien qué hacer. El protagonismo actual
y desmesurado de la vida privada, del cuerpo, de sus
deseos, gustos y pasiones en el concierto de lo público,
suena a veces más como agonía que como esplendor. Una
mejoría antes de la muerte que necesita una última
ratificación en el mundo de las cosas.
Aunque también
cabría otra lectura: un yo en transición que se ensaya
frente a los otros, o frente a lo otro, una aplicación de
aquellas infinitas posibilidades cuando abandona la
materialidad y se constituye en intensidad, instante puro
que refulge antes de desaparecer. Como las historias de Instagram.
Ese fulgor instantáneo ataca también al lenguaje,
develando sus vacilaciones cuando atraviesa aquella
frontera, la del mundo virtual: ¿es posible que funcionen
los conceptos de público y de privado ante la ausencia de
un público que contempla (o en todo caso, ante la
presencia de un público
desfondado) y un privado más o menos estable,
que al ocultarse no se devele eternamente y al publicarse
no se ensaye en otro?
Pero si la técnica ya no sería una forma de estar en el
mundo, sino el mundo mismo, esas redes tampoco serían el
objetivo último. Mucho menos, el hábitat final. Retomando
el concepto inicial de homologación, la ciudad virtual se
fundaría en la construcción de espacios comunes, incluido
el yo y sus ensayos y ocasos, que se irían interceptando y
de los que se bifurcarían nuevos en una trama infinita e
incesante, permeable y altamente inestable. Más allá de la
complejidad del tema de qué es un algoritmo, la idea que
sobrevuela es que solo un algoritmo, o forma matemática
familiar, podrá aprehender ese espacio, esas relaciones,
esas mutaciones y esas derivas, que conforman el mundo
virtual. Diagramas de flujo, secuencias, salidas,
bifurcaciones, simultaneidades, que, con suerte, llegarán
a un resultado final. Aunque a veces solo baste el proceso
mismo y el recorrido entonces, infinito e ininterrumpido,
roce la eternidad.
En este contexto, la inteligencia y la formación
tradicionales actuarían como precarios salvoconductos para
un mundo cuyo conocimiento estaría reservado a muy pocos.
Una especialización alejada del lenguaje de las palabras y
cercana al de los símbolos y el pensamiento abstracto. Si
lo que pienso lo puedo “realizar”, el problema seguirá
siendo qué pienso, o quién piensa. O mejor dicho, ese
pensamiento también estará direccionado para su mejor
funcionamiento dentro de las nuevas condiciones de
habitabilidad. Un ejemplo precursor, que también podría
constituir prueba piloto, algo así como el antepasado de
lo que vendrá, es el hashtag (y su derivado, la consigna
del momento sobre
la foto de perfil) y la obediencia casi inconsciente que
despierta en los públicos masivos. Un conjunto de símbolos
y algunas pocas palabras que actúan sobre la mente con el
imperativo de la pertenencia y que se disfraza ya sea de
moda, de corrección política, ya sea a manera
lúdica. Contraseñas tentativas para movernos en esos
flujos que, homologadores al fin, tendrán los mismos
procesos de selección y descarte que los de la vida real.
De allí también, y como síntoma de una época agónica, la
palabra en retirada (su exceso, su impunidad y su
facilidad de enunciación también como preavisos de su
ocaso) y como consecuencia, la poca facilidad de las
nuevas generaciones en comprender lo que ellas dicen, casi
como si hablaran a manera de Kafka una lengua extranjera.
La palabra funda mundo, un determinado tipo de mundo
comandado por la lógica y sus interrupciones. No parecería
ser el fundamento de esta ciudad virtual.
Así como lo anteriormente expresado tiene el
resguardo del logos y de su verosimilitud en una secuencia
planificada de antemano, un orden sucesivo para que el
lector pueda atravesar el texto y llegar al punto final,
también podría, sin embargo, ser apenas una
bifurcación, una posibilidad de esa mente que vaga
errática en el límite entre dos civilizaciones, buscando
coordenadas conocidas de una para aplicarlas en la otra. El momento en
el que crucé la frontera entre el registro ensayístico,
con fundamentaciones académicas, hacia la ficción también
es incierto y ni siquiera seguro. Toda la cultura
occidental está o estará en esa deriva, en esa
incertidumbre que se interroga ya no qué es verdadero o
falso sino qué es real o ficticio. Un combate dentro del
mismo lenguaje que ya no apuntará a demostrar su facticidad y sus rebeliones y engañifas, su servidumbre
siempre lista a los poderes de turno y sus posibilidades
de insurrección, sino su propia legitimación como
ordenador de un mundo que se le escapa en aquellas
operaciones, diagramas y flujos.
¿Qué estás pensando?, equipara entonces al estar
ahí, ese lugar efímero de la vida virtual, con ese
pensamiento que se fuga, se ensaya, se oscurece y
reaparece de acuerdo a aquellos diagramas (las grandes
movilizaciones mundiales, las revoluciones sin enemigos
visibles o cualquier acto que se masifica en cuestión de
segundos sin espacio para la reflexión, originadas de esos
mandatos virtuales, también podrían leerse como un ensayo
de cómo aquellas ficciones pueden operar sobre la vida
real, hasta confundirla).
¿No será entonces que la virtualidad está extremando la
todavía incierta capacidad de la mente, de la imaginación,
para ensayarse en un continuo
juego que no tendría otro objetivo que el de posponer al
infinito, como un algoritmo indeterminado, ese punto final que nos atormenta desde que tenemos uso de razón?
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