Toda gran metrópolis es ella misma una obra de arte.
Tal vez el lugar donde el arte se vuelve más
descarnado y abismal. A la ciudad moderna es
necesario darle forma, sentido, hacerla propia. De
lo contrario, se torna pesadillesca. Peter Fritzsche
afirma que, lejos de suponer que determinadas
estéticas favorecen el orden o la anarquía, la
ciudad es "frustrante para el dictador y también
para el ropavejero". Velocidad, movimiento
constante, aceleración, cambios, la ciudad moderna
es siempre una experiencia estética.
CABA no es la excepción: la gran capital, la que
sostiene tanto a sus habitantes permanentes y
temporarios como a los millones que acuden a ella
cada año. Por turismo, sí, pero también por
educación, salud, trabajo, cultura, que no poseen o
no pueden acceder en sus lugares de origen. CABA
recibe a argentinos del interior, del conurbano, y a
habitantes de países limítrofes. CABA, como toda
gran capital, es la consignataria tanto material
como espiritual de la Argentina. Y esto no es
caprichoso ni fraudulento: es el funcionamiento
mundial de toda gran ciudad. Que oficia de
interlocutora con las grandes metrópolis del resto
del mundo.
La hipertrofia es el mal y a la vez la necesidad.
Pero las grandes ciudades no crecen necesariamente a
expensas de las otras. Al constituirse como capital
simbólico y material de un país, es en ella donde se
afincan, precisamente, los grandes capitales,
simbólicos y materiales. Ver sino Nueva York, París,
Londres, Barcelona. Intentar cambiar este orden es
lisa y llanamente una estafa disfrazada de
progresismo: lo único que se conseguirá con
empobrecer a una gran metrópolis es, precisamente,
el empobrecimiento de todo el resto del país. No
solo porque se dejarán de percibir las millonarias
divisas del turismo, sino porque como es imposible
que de la noche a la mañana las otras ciudades, más
pequeñas, se pongan “a tono” solamente por haber
saqueado los fondos de esa metrópolis, o
“redistribuido” las riquezas, millones de personas
sufrirán esta falta.
CABA, aunque el Gobierno adoctrine lo contrario, no
es solo de los porteños. Y si la relación con la
provincia no funciona como debería, el problema es
nacional, no distrital. Si se diseña una política
económica que considere al país en su totalidad, el
saqueo de su capital no es el camino. No por lo
menos si las intenciones son honestas. Lo que habría
que diseñar son políticas territoriales. Esto hará
que en lugar de depender de CABA (lo mismo para toda
gran capital, como Rosario, Córdoba), los pueblos y
ciudades pequeñas que funcionan como satélites serán
parte productiva y fundamental del conglomerado.
La conurbación es positiva cuando todos los
elementos se enriquecen por igual. Habría que pensar
en políticas que definan el modelo de país que
queremos, con justicia social y realmente solidario,
más allá de apetencias electoralistas y
denominaciones. La "normalidad" no existió nunca,
por lo que definir si volver o no volver a ella es
una cuestión semántica, una pérdida de tiempo.
Pero sobre todo, habría que pensar en un modelo de
país libre del virus de la corrupción. Porque ese
virus no solo empobrece sino que también, mata. De
hambre, de desolación, de desesperanza. O en forma
directa, como en el caso de la masacres de Once y
Cromañón o las inundaciones de La Plata. Esos son
los verdaderos flagelos argentinos. Y no CABA.
La ciudad de
Buenos Aires no es opulenta en el sentido clásico
del término, aquí la gran mayoría no vive en
mansiones, ni tiene "personal doméstico" o campos de
golf y yates privados. No: esa población está por lo
general en el Nordelta, que como todos sabemos no
pertenece a CABA. La ciudad tiene zonas acomodadas
así como otras degradadas. Hay que reconocer sin
embargo que sobre estas zonas, ubicadas
preferentemente en la zona sur, se ha hecho mucho
trabajo y muy valioso. El sur ha mejorado su calidad
de vida y emprendimientos como la Costanera,
Constitución, Barracas, intentan equilibrar lo
históricamente desequilibrado. En Buenos Aires vive
una clase media que tiene que trabajar, como en toda
metrópolis privilegiada, para sostenerse y pagar el
derecho a pertenecer a ella. Que es alto.
La Ciudad ofrece infraestructura habitacional,
buenas instituciones educativas, sanitarias, amplia
oferta cultural, de entretenimiento, espectáculos,
consumo (tal vez como pocas ciudades de América
Latina), posibilidades laborales en los buenos
tiempos. Pero sobre todo, una sociedad cultivada
para acompañar esos procesos, para alentar esos
emprendimientos, y pudiente para solventar aquellos
beneficios.
Para una gran metrópolis es fundamental también la
estrecha conexión con el afuera, y no solo a través
de los artefactos tecnológicos sino de los viajes. Y
principalmente, conformar un destino apetecible para
el turismo, que dejará divisas pero también
reforzará ese diálogo mundial. Aquí, la cuestión
urbana, más allá de organizar la vida del
territorio, está pensada para crear focos de interés
que trasciendan al habitante capitalino. Toda gran
metrópolis se instala siempre en el imaginario desde
donde se potencia, otorgando identidad dentro de sus
límites y deseo fuera de ellos. Ese es el capital
opulento de una ciudad mundial. Que por supuesto
debe ir acompañado del bienestar material que lo
posibilite. Pero no es en lo material donde radica
dicha fortaleza sino en los rituales de verdad que
ella instaura (por eso sufre más cuando se
desmantela un eje como la Av. Corrientes con sus
librerías, teatros y centros culturales a cuando se
cierra un shopping).
La Buenos Aires de los años 20, la de los años 60,
la floreciente de la pos dictadura fueron ciudades
opulentas porque crearon determinadas atmósferas
míticas, y no por las mansiones de Barrio Parque o
por jardines y balcones de Belgrano o Palermo. Por
lo que el resentimiento hacia una gran ciudad, y su
intento por “empobrecerla” para “igualarla” al resto
del territorio siempre serán tareas infértiles. Una
gran metrópolis empieza a morir cuando se le
sustraen aquellos elementos intangibles. Pero
también, cuando el individualismo gana la partida y
atenta contra el sentido comunitario que en tácita
complicidad construye esa atmósfera. Cuando el
cuentapropismo no solo es un medio de vida material
sino también existencial. Aquí la experiencia
estética juega un rol determinante: una gran ciudad
tiene el deber de ser siempre una cuestión estética.
Y no importa si dicha experiencia acontece en un
Museo o en la calle. Solo tiene que seguir
aconteciendo. Nada se consigue, sin embargo, con
prohibiciones. La fuerza creadora encuentra nuevos
cauces y sigue, a la luz del día o en la
clandestinidad. Desobedece, tiene historia para
hacerlo. Tiene razones que trascienden largamente un
gobierno.
Diciembre 2020
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