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2000 - 2020

Buenos Aires, la gran capital y los males argentinos

 

 

 
 

Toda gran metrópolis es ella misma una obra de arte. Tal vez el lugar donde el arte se vuelve más descarnado y abismal. A la ciudad moderna es necesario darle forma, sentido, hacerla propia. De lo contrario, se torna pesadillesca. Peter Fritzsche afirma que, lejos de suponer que determinadas estéticas favorecen el orden o la anarquía, la ciudad es "frustrante para el dictador y también para el ropavejero". Velocidad, movimiento constante, aceleración, cambios, la ciudad moderna es siempre una experiencia estética.

CABA no es la excepción: la gran capital, la que sostiene tanto a sus habitantes permanentes y temporarios como a los millones que acuden a ella cada año. Por turismo, sí, pero también por educación, salud, trabajo, cultura, que no poseen o no pueden acceder en sus lugares de origen. CABA recibe a argentinos del interior, del conurbano, y a habitantes de países limítrofes. CABA, como toda gran capital, es la consignataria tanto material como espiritual de la Argentina. Y esto no es caprichoso ni fraudulento: es el funcionamiento mundial de toda gran ciudad. Que oficia de interlocutora con las grandes metrópolis del resto del mundo.

La hipertrofia es el mal y a la vez la necesidad. Pero las grandes ciudades no crecen necesariamente a expensas de las otras. Al constituirse como capital simbólico y material de un país, es en ella donde se afincan, precisamente, los grandes capitales, simbólicos y materiales. Ver sino Nueva York, París, Londres, Barcelona. Intentar cambiar este orden es lisa y llanamente una estafa disfrazada de progresismo: lo único que se conseguirá con empobrecer a una gran metrópolis es, precisamente, el empobrecimiento de todo el resto del país. No solo porque se dejarán de percibir las millonarias divisas del turismo, sino porque como es imposible que de la noche a la mañana las otras ciudades, más pequeñas, se pongan “a tono” solamente por haber saqueado los fondos de esa metrópolis, o “redistribuido” las riquezas, millones de personas sufrirán esta falta.

CABA, aunque el Gobierno adoctrine lo contrario, no es solo de los porteños. Y si la relación con la provincia no funciona como debería, el problema es nacional, no distrital. Si se diseña una política económica que considere al país en su totalidad, el saqueo de su capital no es el camino. No por lo menos si las intenciones son honestas. Lo que habría que diseñar son políticas territoriales. Esto hará que en lugar de depender de CABA (lo mismo para toda gran capital, como Rosario, Córdoba), los pueblos y ciudades pequeñas que funcionan como satélites serán parte productiva y fundamental del conglomerado.

La conurbación es positiva cuando todos los elementos se enriquecen por igual. Habría que pensar en políticas que definan el modelo de país que queremos, con justicia social y realmente solidario, más allá de apetencias electoralistas y denominaciones. La "normalidad" no existió nunca, por lo que definir si volver o no volver a ella es una cuestión semántica, una pérdida de tiempo.

Pero sobre todo, habría que pensar en un modelo de país libre del virus de la corrupción. Porque ese virus no solo empobrece sino que también, mata. De hambre, de desolación, de desesperanza. O en forma directa, como en el caso de la masacres de Once y Cromañón o las inundaciones de La Plata. Esos son los verdaderos flagelos argentinos. Y no CABA.

 

La ciudad de Buenos Aires no es opulenta en el sentido clásico del término, aquí la gran mayoría no vive en mansiones, ni tiene "personal doméstico" o campos de golf y yates privados. No: esa población está por lo general en el Nordelta, que como todos sabemos no pertenece a CABA. La ciudad tiene zonas acomodadas así como otras degradadas. Hay que reconocer sin embargo que sobre estas zonas, ubicadas preferentemente en la zona sur, se ha hecho mucho trabajo y muy valioso. El sur ha mejorado su calidad de vida y emprendimientos como la Costanera, Constitución, Barracas, intentan equilibrar lo históricamente desequilibrado. En Buenos Aires vive una clase media que tiene que trabajar, como en toda metrópolis privilegiada, para sostenerse y pagar el derecho a pertenecer a ella. Que es alto.

La Ciudad ofrece infraestructura habitacional, buenas instituciones educativas, sanitarias, amplia oferta cultural, de entretenimiento, espectáculos, consumo (tal vez como pocas ciudades de América Latina), posibilidades laborales en los buenos tiempos. Pero sobre todo, una sociedad cultivada para acompañar esos procesos, para alentar esos emprendimientos, y pudiente para solventar aquellos beneficios.

Para una gran metrópolis es fundamental también la estrecha conexión con el afuera, y no solo a través de los artefactos tecnológicos sino de los viajes. Y principalmente, conformar un destino apetecible para el turismo, que dejará divisas pero también reforzará ese diálogo mundial. Aquí, la cuestión urbana, más allá de organizar la vida del territorio, está pensada para crear focos de interés que trasciendan al habitante capitalino. Toda gran metrópolis se instala siempre en el imaginario desde donde se potencia, otorgando identidad dentro de sus límites y deseo fuera de ellos. Ese es el capital opulento de una ciudad mundial. Que por supuesto debe ir acompañado del bienestar material que lo posibilite. Pero no es en lo material donde radica dicha fortaleza sino en los rituales de verdad que ella instaura (por eso sufre más cuando se desmantela un eje como la Av. Corrientes con sus librerías, teatros y centros culturales a cuando se cierra un shopping).

La Buenos Aires de los años 20, la de los años 60, la floreciente de la pos dictadura fueron ciudades opulentas porque crearon determinadas atmósferas míticas, y no por las mansiones de Barrio Parque o por jardines y balcones de Belgrano o Palermo. Por lo que el resentimiento hacia una gran ciudad, y su intento por “empobrecerla” para “igualarla” al resto del territorio siempre serán tareas infértiles. Una gran metrópolis empieza a morir cuando se le sustraen aquellos elementos intangibles. Pero también, cuando el individualismo gana la partida y atenta contra el sentido comunitario que en tácita complicidad construye esa atmósfera. Cuando el cuentapropismo no solo es un medio de vida material sino también existencial. Aquí la experiencia estética juega un rol determinante: una gran ciudad tiene el deber de ser siempre una cuestión estética. Y no importa si dicha experiencia acontece en un Museo o en la calle. Solo tiene que seguir aconteciendo. Nada se consigue, sin embargo, con prohibiciones. La fuerza creadora encuentra nuevos cauces y sigue, a la luz del día o en la clandestinidad. Desobedece, tiene historia para hacerlo. Tiene razones que trascienden largamente un gobierno.

 

Diciembre 2020

 
 

 

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