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Viajar es ponerse en juego. Aquello que se descubre, nos interpela de inmediato. Y es esta inmediatez la que nos incomoda, sentimos cierto extrañamiento. No es solo la falta de armonía entre los tiempos del cuerpo y del espíritu; es también que ambos, cuerpo y espíritu, están habituados. Hay inercia y prejuicio. Viajar es necesariamente mirar por primera vez. Cuando se viaja se retorna a la infancia. Somos doblemente extranjeros. Viajar para ampliar ese espacio de pensamiento que conforma la ciudad y a la vez, para pensar la época desde sus infinitos cruces. Entre ellos, la historia de los otros que es también la nuestra (y muchas veces, el territorio de los otros donde empezó nuestra propia historia). Tal vez seamos mejores observadores de ciudades ajenas que de las propias. Tal vez la convivencia y la rutina empobrezcan la percepción. En cualquier caso, la ciudad sigue siendo el sitio donde se juegan los destinos y las posibilidades del hombre, tanto materiales como espirituales. Establecer esos circuitos de significación, ese horizonte íntimo y a la vez colectivo, es una tarea política. Toda ciudad moderna, como productora constante de formas, es también una expresión artística que hace entrar en crisis al mismo arte. A sus modos de producción y difusión, a sus posibilidades de acceso y conocimiento, a sus cualidades ingresivas y desestabilizadoras. Desentendida de las disciplinas cerradas, las que suelen fracasar en sus intentos por abordarla, ella plantea esa tensión vital entre el espacio y la acción, entre los tiempos pasados y los que vendrán, entre la instalación y el pasaje. En cada ciudad moderna y extranjera está implicado también el devenir de la propia.
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En el Museo Albertina había una retrospectiva de Max Ernst y otra, de Monet a Picasso; en el Leopold, están Klimt y Schiele; en el Belvedere, una exposición sobre la nocturnidad (desde los pintores y escritores malditos del XIX hasta fotos, videos y pinturas actuales sobre el tema de la noche). La vanguardia sin embargo no se limita al museo. Sigue rabiosamente viva en el alma de la ciudad. Obras de Hoffmann, Olbrich, Wagner, la bellísima Secesión, resplandecen como en la Viena de fines del XIX y principios del XX. Adolf Loos es un caso aparte: la contundencia del despojo se impone ante tanta fastuosidad imperial y anticipa el funcionalismo por venir. Como la casa de Wittgenstein, el filósofo devenido arquitecto. O el que impera, por ejemplo, en las viviendas sociales, como el complejo Kart Marx Hof, de la década del 20, que de alguna forma le recuerdan a la ciudad el costo de una palpable prosperidad. La otra consecuencia de ser una de las economías más fuertes de Europa es, sin dudas, la proliferación de esa arquitectura posmoderna que surge con aires transnacionales en casi cualquier esquina, indiferente a prácticamente todo salvo a ella misma. Destino de toda gran ciudad el albergar estos delirios vidriados que publicitan poder desde las alturas. Fotos: Jardines nevados del Belvedere (arriba); edificio de Loos en la Michaeleplatz (izq.); casa de Wittgenstein (der.); estación de metro en Karlsplatz, de Otto Wagner (abajo). Viena, 2013.
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2000-2025 Revista Contratiempo | Buenos Aires | Argentina | ISSN 1667-8370
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